1805 Del diario de Federico Gravina
De nuestro corresponsal en Cádiz Manuel Bustos Rodríguez
Los barcos salían parsimoniosamente, como si preludiaran la jornada que había de venir. Federico Gravina, medio refunfuñando, calmaba sus iras contenidas mirando a la ciudad desde el castillo de proa. Ante sus ojos desfilaban las torres-mirador que tanta singularidad daban a Cádiz, la muralla con sus baluartes, las barrocas espadañas del Carmen,…
Con estas imágenes se mezclaban otras del París acabado de vivir; la figura del recién nombrado Emperador, las de las damas y militares que asistieron con sus trajes de gala a la ceremonia de coronación. ¡Cómo resplandeció entonces Nôtre Dame! Verdaderamente se trataba de un ser especial, a pesar de su corta estatura y de su figura rechoncha y poco ágil. Ahora, todo parecía un sueño, viendo esas olas agitarse al paso del navío, agolpándose las gentes curiosas en los bordes de la muralla para saludarles. ¡Qué podían saber ellos lo que se estaba jugando! El tumulto de días anteriores, durante el embarque; las banderolas al viento, el pulular de las mercancías y las bestias de un lado a otro del muelle: lo festivo impedía ver el drama que tal vez se estaba gestando; la aceptación a regañadientes de las órdenes superiores, la sordera de Villeneuve a sus observaciones, el incomodo de sus oficiales. Todo parecía ya olvidado. ¡Qué más da! Alea jacta est, la suerte está echada. Sólo quedaba confiar en el destino. Que los vientos no soplasen recios, de levante, como se preveía; que Nelson se hubiese en verdad marchado, que, en fin, la Combinada no se topase, en el lugar más insospechado, con la temible flota enemiga. En otras condiciones ésta podía ser vencida; pero, en las actuales,…
La meditación se ahogó al crecerse (¿o acaso, ensimismado, no lo había escuchado antes?) el fuerte griterio de sus hombres que saludaban a sus familiares, amigos, simples compañeros de los días precedentes, alguna mujercilla mirando con temor de soslayo por un catalejo. Estos, por su parte, agitando sus brazos, intentaban cada vez con mayores dificultades hacerse de alguna forma visibles ante los marinos y la tripulación que se alejaba. Que poco sabían hacia dónde se les podía conducir…
La ignorancia era el mejor antídoto contra el miedo. ¿Pero quizá ellos, tantas veces mirando de frente la mueca de la muerte, habían de tenerlo? Cada uno cumpliría con su deber, como se les había dicho y enseñado. Unos mirarían a su honra; otros a sus deberes patrios; la mayoría comprenderían que, ante el peligro, sólo cabe afrontarlo, alejando temores y dudas. Sus hombres confiaban en él. A Villeneuve apenas le conocían (tan sólo algunos ecos, chistes y chismorreos malévolos acerca del francés); pero a él sí. ¿Acaso no venía aureolado por los éxitos y la experiencia? Lo de la embajada parisina fue algo temporal; su vocación y su ser estaban en la mar, en las olas embravecidas, en el hincharse al viento de las velas, en el silbido del mismo al pasar entre ellas y el cordaje. Cuando lo amado se pone a tiro pocas firmezas de rechazo valen: la cabeza se aturulla y el corazón se calienta.
La ciudad redujo de pronto su tamaño. Los hitos de Cádiz se fusionaron en un todo informe, en el que apenas cabía ya reconocer las imágenes familiares. El griterío, al comienzo ensordecedor, se había apagado y sólo se oían ya las voces indicando las maniobras. El buque, colosal, enhiesto y soberbio, viró firme hacia levante desafiando las olas.